La rutina era simple. Seis de la mañana, me levantaba rápido, me bañaba, agarraba mi guitarra, el banquito plegable y mi cuaderno, e iba a tomarme el colectivo que me dejaba en mi lugar de trabajo. Alquilo una habitación, por un módico precio me dan un lugar lindo para dormir, y puedo usar la cocina, la gente de la casa es bastante agradable, incluso a veces cocino para ellos también. A los treinta años de edad sonará, incluso, algo raro, pero creo que me adoptaron, en cierta forma. Mis padres me dejaron a la deriva cuando yo cumplí dieciocho años, se borraron. “Acá terminó mi laburo, ahora arreglate”. Se fueron, vendieron todo y se fueron. Quedé en la calle con lo puesto, un bolso de ropa, algo de plata que había hecho con algún que otro trabajo que hice, y mi guitarra.
Bueno, demasiada presentación para mi gusto, y esta no es la historia que en realidad quiero contar. Soy de los que creen que la rutina se puede vencer todos los días, aunque sea ínfima la diferencia entre ellos. No sé, hoy decidí aplaudir mientras me bañaba, y cantar canciones de Luis Miguel, y por eso ya considero que es un día diferente a los anteriores. Soy simple, extremadamente simple. Tener lo justo y necesario te hace más simple. Creo que la clave está en darse cuenta de que, efectivamente, ser feliz es más una decisión nuestra que otra cosa.
El colectivo que tomo todos los días me deja en la primer estación de subte de la Línea B. Ahí bajo, voy al andén, despliego mi banquito, pongo mi gorro en el suelo, y empiezo a tocar mi guitarra. Ese es mi mundo, y paro sólo para comprarle un pancho a Marta, del local que está cerca de donde toco. “Gracias, Lisandro, no sé qué sería de este lugar sin tu música de fondo, ¿hoy no me tocás mi canción, por favor?”. No me lo cobra, le encanta la canción que le hice. Mezclo entre canciones de mi autoría y algunas más conocidas, debo gustarle a la mayor cantidad de gente posible. Disfruto de la sonrisa de aquel que, de repente, se dio cuenta de que un tipo en el andén le puso música de fondo a su rutina sin necesidad de conectarse a un par de auriculares. O mejor, aquellos que tienen la delicadeza de sacarse los auriculares mientras pasan frente a mí. Amo lo que hago, y es lo que está a mi alcance por ahora. Sueño que, algún día, alguna persona, vea en mí algo más que un tipo tocando la guitarra por un par de monedas. Soñar, por suerte, es gratis. Parece que estamos todos esperando que exista un impuesto impagable para soñar. Y ahí nos vamos a dar cuenta todos lo lindo que era soñar, y vamos a desear poder soñar sin techo alguno. A veces me pregunto por qué caemos en ese afán de probar constantemente a las circunstancias para ver hasta dónde llegan ¿Por qué no aprovechar lo bueno cuando está en lugar de lamentarlo cuando no? Sueño con cambiar el mundo, guitarra en mano, y letras que le rompan la cabeza a más de uno.
Basta de hablar de mí. Hoy mi rutina es menos rutina que nunca. Estaba tocando mi canción favorita “que dice más o menos así, bah, no, más o menos no, dice así, para cantar más o menos no canto.” También hago chistes. Hay que derribar varios prejuicios si quiero mi paga día a día. Ella bajó las escaleras algo apurada, con los auriculares puestos, un bolso colgando de un brazo, y un libro abajo del otro. Hermosa, no describas más, Lisandro. No, me veo en la obligación de hacerlo, perdonen. No sé bien de qué color era su pelo, rubio rojizo, castaño claro, no sé bien si era morocha. Pasó frente a mí, que me confundía de acorde sin que nadie se de cuenta, y se sacó sutilmente los auriculares. Te está escuchando, nene, no vayas a hacer una idiotez. Desafiné, le erré a la letra, tartamudeé. Creo que faltó romper inconscientemente la guitarra contra el piso. Eso sí, sonrió. No sé si fui yo, si fue el recuerdo de un chiste viejo que le contó algún tipo más interesante que este idiota que se confundía al verla, no sé. Tienen que entenderme, esos ojos no se ven en todos lados, así, más claros que el agua. Agradezco profundamente que no me haya mirado fijo, se hubiese dado cuenta de que estaba perdido en ella. Pasó realmente cerca, y su perfume me hizo girar la nariz hacia ella, y con ella la cabeza, y con ella mis ojos. Y ahora viene la idea fija de que soy un degenerado que se dio vuelta para verle otras cosas. No, lo único que intenté ver es el libro que tenía bajo el brazo. Cuando lo que hacemos cotidianamente se ve fracturado por alguien más no debemos dejarlo pasar. No todos los días alguien se instala en nuestra conciencia en tan sólo segundos. Esa persona tenía algo más para mí, no encuentro otra explicación a esto que me quema en el pecho. Soy de los que creen que los instintos existen, que el ser humano tiene algún tipo de fuerza de atracción que le dice “Sí, hacelo, no sé bien por qué, pero si me pongo a explicarte todo sería aburrido, así que deberías dar ese paso para constatar por qué está pasando todo eso acá adentro, ¿no?”.
No tiene paz mi conciencia atolondrada
mi cabeza sólo habla de pasiones
sólo pienso en esta guerra a mano armada
sólo tengo este puñado de ilusiones
No sé. No sirvo para escribir canciones y mucho menos para cantárselas. Pero es así, por alguna razón me enamoré perdidamente de alguien que vi tan sólo diez segundos mientras pasaba frente a mí. Segundo día. Ella vuelve y yo tenía la canción a la mitad, pero empecé a cantarla igual. La barrera más grande a la que me enfrentaba era el prejuicio. Lamentablemente existen, todos inevitablemente tenemos prejuicios. El problema está en hacerles caso a esos juicios o no. El hecho de que un prejuicio sea equivocado (y pasa realmente seguido) y que nosotros nos guiemos por él, nos deja un resquemor bien adentro que pregunta constantemente “¿Por qué no te diste la oportunidad? ¿Qué hubiese pasado si…?” Los prejuicios son alimentados por los estereotipos. Soy una persona que se gana la vida tocando la guitarra en un andén, que sueña con hacer lo mismo para millones de personas que algún día canten mis letras y las piensen más allá de las palabras. No viene al caso mi sueño, a lo que voy es que uno por lo que es, quizás desde que nace, nace con algo sobre los hombros. Yo cargo con esto, y mi estereotipo no es agradable, y mucho menos va a agradarle a una persona que probablemente vaya a una oficina en el centro de la ciudad. Y esa es la lucha que tiene que librar uno todos los días, para salir de ese estereotipo. Ser diferente. De eso se trata, de poder elegir cambiar mi realidad. Y eliminar los prejuicios.
Qué difícil se me hacen las razones
el porqué, el cuándo, el cómo de este hecho
no pretendo que me dé sus direcciones
sólo busco quitar esto de mi pecho
Y creo que ahí está el primer error ¿No? Vemos al amor como una enfermedad que se cura cuando esa persona que, de repente, y sin querer, amamos con locura sin encontrar alguna explicación, nos dé eso que buscamos. Qué problema pensar el amor así. No voy a intentar definir al amor ni mucho menos, pero si el amor se “cura” estamos en un dilema, ¿qué hay después de que se curó el amor? Preferiría no curarme entonces. Sigo cantando mi canción, es el segundo día y ella vuelve a pasar, se saca los auriculares frente a mí, y sigue sin mirarme. Me cuesta no confundir la letra, ni lo que estoy tocando con la guitarra. Sé que por lo menos me escucha, y creo que eso debería renovar las esperanzas de cualquiera que intenta transmitir algo a otra persona. Siempre, en cualquier lugar, en algún momento, alguien va a estar escuchando lo que tenemos para decir, no callemos lo que habita en el fondo de nuestro ser por el miedo estúpido de no ser escuchado, eso no existe.
Si pudiera hacer eterno ese momento
en el que mi música tu oído penetra
acercarme y susurrarle como el viento
sólo espero no confundirme la letra
Personalmente considero que mis letras son el vómito del mismísimo diablo. Pero creo que ese es otra de las barreras que se imponen entre el ser humano y las cosas que anhela. Nuestra cabeza, lamentablemente, está llena de pensamientos oscuros, y parte de ser feliz es poder superar ese constante auto boicot que muchas veces nos incendia las ganas. Alguna vez leí un libro de un psicólogo famoso que le llamaba a eso “pulsión de muerte”. Yo creo que la cabeza es un universo indescifrable, y algunas cosas que parecen carecer de lógica, con el tiempo le dan sentido a nuestra vida. Y pienso que esto de sentir que no servimos (justamente) para eso que queremos hacer es simplemente una prueba que nos pone la cabeza para saltar y seguir. Yo seguí, así, de a una estrofa por día, porque no alcanzaban los diez segundos que se tomaba para pasar frente a mí (debo decir, creo que cada día más cerca).
Yo quisiera que mis versos alcanzaran
y enfrentarme de una vez a esa dulzura
no quisiera terminar esto en la nada
y mi alma no actúa con mesura
Terminaba, así, la canción. Y con ella una decisión que no pensé que iba a tomar jamás. Llegaba el tren y sentí una fuerza interior que me llevaba por delante. Sentí unas ganas increíbles, e incomprensibles, de tirarme ahí y dejarme ir. Dejé la guitarra a un costado. Me paré del banquito. Cuando existe una fuerza más grande que la propia vida biológica, ahí terminamos de entender lo que significa el amor, cuando nos da igual seguir vivo, porque es preferible morir por un ideal que morir en vida por no haberlo ni siquiera intentado. Ahí decidí correr. La fuerza me llevaba directo hacia el tren, que venía a toda velocidad. El impacto sería letal. Una muerte segura, sin dudas. Ya terminé mi canción, ¿qué más iba a hacer? No me importó ¿Qué importa cuando hay tanto en juego dentro de nuestro pecho? Corrí, y decidí hacer un salto más que importante, pero por sobre todo riesgoso:
“Hola, soy Lisandro”.
Por: Nicolás Quintero.
Ilustración: Conni Romeo.