Foto x Marcos Roma
-“Me parece que llegamos temprano”- me dice Marcos mientras caminamos por el pasaje hasta la boletería de Club Paraguay. La calle está vacía. Absurda, desolada e inquietantemente vacía. Nos esperan Silverio, su esquizofrenia y una comunión tan sádica como extraña. Nos espera su majestad imperial, lista para desplegar sus aptitudes.
– “¿Qué mierda estamos por ver?” – pregunto un poco en joda y un poco en serio, porque más allá de los comentarios no tengo idea de lo que va a pasar esta noche.
Me hablaron de gente gritando, de un cantante semidesnudo de 70 años sobre pistas de electrónica dura. Me prometen que es distinto, peligroso, absurdo y efímero. Yo me permito no creerles porque en el rubro, después de haber visto tantas cosas, aprendés que las promesas no se cumplen casi nunca. Aprendes a probar siempre antes de comprar.
Lo que veo en Silverio es a un performer extremo y ligeramente agresivo. Veo a un personaje combinado por espejos muy claros, influenciado directamente por la intensidad de Iggy Pop y la escatología de GG Allin, aunque elaborado y construido bajo lupa, con una espontaneidad que no supera los comentarios ingeniosos y descargos ante los elementos contundentes que chocan constantemente contra su cuerpo.
Entiendo que el sentido de ese monstruo es provocar a partir del absurdo y el shock, y es efectivo porque mantiene una sensación de culto bizarro que ha sabido conectar con su público. No es un espectáculo más, porque muy difícilmente pase desapercibido en tu vida, y esa es la carta con la que juega el artista, el impacto inicial de lo inesperado que crece canción a canción, sabiendo que lo musical es tan solo un complemento a lo escénico. Un ejercicio de teatro oscuro, dramaturgia pornográfica y exhibicionismo descarado para alguien que no va a escuchar o ver música, sino a compartir una experiencia casi catártica para gente poco impresionable.
Silverio logra, innegablemente, conectarse con un público que lo putea, le tira latas, vasos con hielo, cerveza o vino y lo agrede físicamente ante el más mínimo acercamiento del artista al borde del escenario. Es su cultura, su lenguaje, y lo disfrutan como propio aunque su majestad imperial (Si, asi se hace llamar Silverio) se enoje y le devuelva un microfonazo en la cara a quien acaba de arrojarle una lata en el ojo.
Hay cierto aire perfumado a sadomasoquismo flotando en la sala y que nunca llega a su climax, pero que tampoco le escapa a la violencia consensuada con que se chocan los cuerpos de los asistentes. Silverio termina el show vestido solo con un calzoncillo rojo (que por momentos correrá hacia abajo para mostrar la pija) y huye rápidamente del escenario sin decir una palabra. No vuelve. Fin de escena.
Por: Pablo Joaquín Alonso.